El País, 14 de diciembre 2011
Esto no es la
Europa a dos velocidades, que ya existía, e incluso a varias más. La negativa
del Reino Unido a la creación de algo parecido a un control de las políticas
fiscales de los 27, no por previsible es menos trascendental. Es la división de
la UE en una Europa + y una Europa -; veintiséis miembros de la primera y uno
solo de la segunda. Adivínese cuál.
Es virtualmente imposible determinar qué le
conviene a una nación, primero porque cualquier nación es una suma heterogénea
de voluntades solo unificables por defecto, es decir, por decisión de su
gobierno; y segundo porque sería una pedantería insufrible comunicarle al
prójimo lo que le conviene. Por ello la
decisión británica de anteponer la independencia de la City a la construcción –o
reparación- de Europa, es su ‘realpolitik’. Pero lo que sí cabe es preguntarse
por qué Londres se ha hecho así.
El término ‘euroescépticos’ designa formalmente
a los británicos opuestos a una mayor integración de la UE, pero la cosa va
mucho más lejos. El euro-escepticismo es, en realidad, una fórmula
deliberadamente asexuada para identificar a los enemigos de Europa, y aunque
esa aversión sea nominalmente minoritaria, recorre todo el cuerpo de la nación.
Y, como suele ocurrir en dilatados procesos de cambio, es también un
fundamentalismo, en este caso ‘light’, que adopta la forma de un clamor por el
retorno a unos orígenes que nadie sabe ya dónde paran.
Todo fundamentalismo nace de un temor, y en
el Reino Unido lo encarna la desaparición de un mundo posimperial. Cualquiera
que haya visitado Inglaterra con alguna asiduidad en el último medio siglo habrá
percibido la progresiva europeización del país, el paulatino desvanecimiento de
un ‘way of life’, que ya pertenece al mundo de la caricatura y el folklore. Y
esa angustia de sentir la tierra que se mueve bajo los pies es lo que da
fuerza a la visión mitológica de la ‘nación
imaginada’. La preservación, cueste lo que cueste, del poder financiero
británico al que se acredita hasta un 30% del PIB nacional, podrá estar
justificada, aritmética al efecto, pero eso no niega el poso histórico sobre
que se construye.
Como nación precavida, Britannia estima que
siempre ha tenido a mano una alternativa a Europa: la llamada Relación Especial
con Estados Unidos, aquella parábola que Winston Churchill acuñó en marzo de 1946
para encapsular la colosal ayuda que Washington prestó a Londres en la II
Guerra, y que un brillante sucesor, el también ‘tory’ Harold MacMillan, tradujo
con regusto clasicista como la Grecia británica, sabia asesora de la nueva Roma
norteamericana. Pero sin cuestionar de
cuánto valió en su tiempo la metáfora, hoy no pasa de ser un modesto sucedáneo.
Cuando Barack Obama declaraba que era “el primer presidente norteamericano del
Pacífico” estaba oficiando los funerales del ‘grand large’, aquel Atlántico que
un día fue inglés. Y, peor aún, un Reino Unido irrelevante en Europa interesa obviamente
mucho menos a Washington, que un socio a parte entera de la UE.
Ese euroescepticismo, como todos los
fenómenos de alguna importancia en la historia, tiene varios siglos de
antigüedad. La Reforma protestante en Inglaterra era, al menos a sus inicios en
1538, tanto o más una cuestión política que religiosa. Enrique VIII, además de
arreglarse uno, o diversos, matrimonios, estaba proclamando la independencia insular
con respecto a una idea simbólica e imperial de Roma. Ese sería, y es, el lugar
del Reino Unido en el mundo: impedir con el dominio de los mares que se formara
un poder unificador en Europa, primero contra los Habsburgo y en sucesión, Luis
XIV, Napoleón y Hitler. El que fuesen de agradecer todas esas intervenciones no
niega el por qué geoestratégico de las mismas: impedir la unidad del continente; es decir, de la UE.
Y, aunque una Europa sin Londres nunca estará
completa, algo positivo cabría desentrañar de la nueva situación. Siempre es
mejor trabajar con la realidad que hacerlo solo con nuestras preferencias.
Desde el veto del general De Gaulle al ingreso británico en la Comunidad, y la
demorada inclusión del Reino Unido en los años 70, nadie ha ignorado en
Bruselas que Londres jugaba con las cartas apretadas contra el pecho. Pero
nadie quería tampoco cerrar la puerta a una europeización que el nuevo fundamentalismo
de las Islas aborrece. La comedia de las equivocaciones podría estar, sin
embargo, tocando a su fin. A ese gran problema de Europa le llamaba un militar francés
“les anglosaxons”.
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