El País, 12 de octubre de 2011
La V República francesa ha
conocido desde su fundación seis presidentes, cinco de ellos de derecha, si
consideramos así al inclasificable
general De Gaulle, el fundador (1958-69),
y tan solo uno de izquierda, si admitimos que lo era el republicano radical,
virado al socialismo, François Mitterrand (1981-95).
La izquierda francesa nunca encajó bien el
giro presidencialista que el general imprimió al país para salir del laberinto
de la IV República, obra del republicanismo laico y burgués, en la que el partido
radical, que figura con honores en el pedigrí de la social democracia
contemporánea, había sido la coalición preferida de tantos Gobiernos. Ese
distanciamiento hostil, que derivó casi en éxtasis cuando el propio Mitterrand,
como candidato socialista, obligó a De Gaulle a librar una segunda vuelta en
1965, se traducía en una incapacidad de la izquierda de somatizar la elección
popular del jefe del Estado. El político republicano había expresado ya sus
sentimientos ante ese presidencialismo con la publicación de su ‘Golpe de
Estado permanente’.
El partido socialista, que desde Mitterrand
había entrado en una atonía de liderazgo, estaba necesitado de urgente renovación,
de una visita a las aguas bautismales de la V República. Y ya en este siglo, el
presidente derechista, Nicolas Sarkozy, como
un Pantagruel desmesurado en el
ejercicio del poder, parecía crear el agujero negro por el que filtrar esa reconciliación-regeneración,
cuyo primer paso serían las primarias con la elección popular del candidato socialista
para 2012.
El pasado domingo en primera vuelta se puso
en marcha el plan, que deberá culminar el día 16 para determinar si el
laborioso primer secretario François Hollande, o Martine Aubry, universalmente
conocida como hija de Jacques Delors, que quedó en segundo lugar pero a tiro de
urna del anterior, será quien rete a Sarkozy. El sorprendente tercero ha sido
Arnaud de Montebourg, proteccionista galicano, euroescéptico,
paleo-izquierdista próximo a las ideas de desconexión global de Samir Amin, y
solo en cuarto lugar aparecía Segolène Royal, excompañera de Hollande y
exponente de un partido fuertemente endogámico en el que la renovación arriesga
quedarse en mero eslogan, que fue, sin embargo, la primera en proponer, tras su
derrota ante Sarkozy en 2007, “primarias abiertas” a todos los franceses.
La idea ha hecho duramente camino frente a la
oposición de los notables del partido, e incluso la tibia reacción inicial de
Hollande y Aubry. Tan solo Montebourg, con muy poco que perder, acogió con
entusiasmo el proyecto. El congreso del partido en Reims, noviembre de 2008, no
fue por ello capaz de decidir entre el voto-militante, con el que se había
elegido hasta entonces al candidato, y el voto-ciudadano, que ahora se
experimenta. Y únicamente en la convención nacional de julio de 2010 triunfaba por
fin la elección directa.
La eficacia de la fórmula está, sin
embargo, aún por demostrar. Es cierto que casi tres millones de franceses se
molestaron en votar en un día desapacible; que pagaron por ese derecho un euro;
y firmaron un documento que era una perfecta fantasía hexagonal, con la que
expresaban su adhesión a proclamados valores de la izquierda; y todo ello en
seguimiento de algunos éxitos menores del partido en las elecciones municipales
y al Senado de este año. Pero la detención en mayo pasado del entonces director
del FMI, Dominique Strauss-Kahn, acusado de graves impropiedades sexuales con
una camarera de hotel en Nueva York, abría de tal modo la elección que el
decentísimo pero escasamente carismático en la corta distancia, Hollande, aprovechaba
el hueco, al tiempo que convertía a Aubry en ‘candidata-suplente’, porque solo
la ausencia de DSK –como se le conoce en Francia- le había hecho un sitio en
las primarias.
Pero si la elección popular ha sido un
inédito histórico, las originalidades acaban ahí. Hollande, que calla la boca
como corresponde al favorito que no quiere cometer errores, y Aubry, quizá, micrométricamente
más a la izquierda, son diplomados de la prestigiosa ENA, vivero inagotable de
los profesionales de la política en Francia, y se acomodan a una izquierda-
paliativo del capitalismo desbocado –como el que ha llevado a Europa a su peor
crisis-. Solo Montebourg llama la atención y seguramente más como legatario de
un hartazgo del votante que otra cosa.
El PS francés tendrá que hacer algo más que
presentar a un veterano ‘routier’ de la política o, por segunda vez
consecutiva, a una mujer como rival de Nicolas Sarkozy, para confirmar las
ansias de renovación del partido. Reconciliar cuesta, al parecer, menos que renovar.
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