El Espectador, 8 de enero de 2012
En 2012,
América Latina, que internacionalmente cada día existe más como conjunto, tiene
dos grandes citas electorales. El 1 de julio se dirime la presidencia mexicana
y el 7 de octubre la de Venezuela. En ambos casos el equilibrio continental
experimentará variaciones o consolidaciones en lo que cabe calificar de jerarquía
y agrupamiento de las potencias latinoamericanas.
El todavía favorito en México es Enrique
Peña Nieto del histórico PRI, que tendrá enfrente a Andrés Manuel López Obrador
del izquierdista PRD, y posiblemente a Josefina Vázquez Mota del PAN. Parece
muy difícil que, cualquiera que sean los méritos de la candidata, el partido de
la derecha mexicana vaya a alcanzar una tercera presidencia consecutiva, tras
los ejercicios de Fox y Calderón, y menos aún con la terrible imagen creada por
la guerra contra el narco que no se está ganando, pese a los repetidos anuncios
de detenciones de un capo tras otro. Lo que nos deja dos principales
candidatos. AMLO llevó a cabo una operación poco lucida parqueándose en el
Zócalo, con su insistencia en que el presidente legítimo era él, tras las
elecciones de hace seis años. Probablemente es cierto que las irregularidades
contables le arrebataron la presidencia, pero México no es Luxemburgo y los
comicios no fueron ni más ni menos irregulares que los que ganó el ranchero
Fox, y sí bastante más presentables de lo que nos cuenta la historia del México
contemporáneo. Peña Nieto se alegró además, con razón, de que el elegido del
PRD fuera López Obrador y no Marcelo Ebrard, porque entendía que izquierda
contra centro en lugar de centro-izquierda contra centro le dejaba la elección
mucho más despejada. Pero lo que sus adversarios califican de vacuidad del
candidato, aparentemente revelada cuando demostró andar flojo de letras patrias,
es un filón que el PRD tratará de explotar hasta la reacción en cadena. Hacer
el ridículo suele ser siempre muy grave ante la opinión de los pueblos de raíz
hispánica, y a juzgar por lo mal que le
fue a Moctezuma por no saber plantarse ante Cortés, los aztecas estarían de
acuerdo.
En Venezuela, el enfrentamiento es aún más
decisivo. chavismo o antichavismo, con el espeso interrogante de cuál es el
estado de salud del presidente Chávez, que jura que ya no tiene cáncer con la
misma entusiasta patología con que Felipe Calderón anuncia nuevos golpes contra
el narco. Todas las encuestas dan un final apretado entre chavismo y antichavismo,
pero eso sería convincente solo si este último es capaz de elegir a un
candidato único, que no sea la derecha pura y dura, que no recuerde el
antes-de-Chávez, lo que no es empresa fácil. Y el presidente va a gastar lo que
no está escrito en amueblar el voto de las clases menos favorecidas con
subsidios al coste de la vida, bonos de índole diversa, y lo que haga falta
para que ese 50%, al menos, de venezolanos que hoy están mejor que antes de su
llegada al poder, no le abandonen. Pero tiene en contra, aparte de las
libertades que se toma con el Estado de Derecho, la violencia galopante que
ensangrienta el país. Seguridad ciudadana es uno de los principales componentes
de cualquier situación que se pretenda democrática y hoy Caracas está peor que ‘Dodge
ciudad sin ley’, la película de Errol Flynn y Olivia de Havilland.
Si vence Peña Nieto el equilibrio
latinoamericano se mantiene como está; a lo sumo otro partidario de
Lula-Rousseff llega entra en escena; pero si gana AMLO se abre un cierto
interrogante, en la línea de un probable no alineamiento de México, que si
algún día vuelve a preocuparse de verdad por América Latina, está claro que no
puede ser segundo de nadie; igual que Argentina. El statu quo, por tanto, solo
se mantendría con la victoria de Vázquez Mota.
En Venezuela, la derrota de Chávez dejaría
a Brasil como única postulación internacional de la izquierda, aunque esta no
sea bolivariana, al tiempo que Washington volvería a tener vara alta en
Caracas. Y la victoria del militar probablemente le daría alas para iniciar lo
que caracteriza como fase esencial y decisiva de su revolución: obtener tanto
poder como uno u otro Castro en Cuba, pero votando cada cuatro años.
Lo que ya existe en América Latina es un
cañamazo de orden político internacional, una estructura no tan distinta de la
que Europa recibió con el tratado de Westfalia en 1648, pero sin necesidad de librar
para ello una guerra de Treinta Años, todo lo cual no es sino muestra de que la
presunta superioridad democrática europea debe ser gravemente matizada. América
no ha conocido ni una ni dos guerras continentales como la Europa del 14-18 o de
la II Guerra Mundial. Y en esa estructura, donde hay al menos dos izquierdas y
una sola derecha, también existen países que por su inteligente lectura del
futuro quieren ejercer desde el centro, ocupar el fulcrum de todo el sistema.
Hablo de Colombia y del presidente Santos, al que, paradójicamente, para
desempeñar a cabalidad ese papel de cada
uno en su casa y Dios en la de todos, le convendría mantener a Venezuela a su
izquierda, pero aún así el mejor porvenir del país, a la espera de que algún
día pueda ganar las elecciones un partido de izquierda democrática, consiste en
constituirse en el centro geométrico, como ya lo es geográfico, de las
aspiraciones de un continente que –con China o sin ella- está llegando: América
Latina.
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