M. A. BASTENIER
El Espectador, Colombia, enero 2012
No me gustan las corridas de toros –ni la cebolla, la
berenjena o el pavo-; la última vez que me personé en Las Ventas fue hace más
de 25 años; y cuando he asistido a algún festejo ha sido mayormente para
acompañar a amigos extranjeros, que a toda costa querían sentir el escalofrío
de la muerte, pero solo por delegación. No tengo nada que replicar a los que
por amor a los animales piden la prohibición de las corridas, porque son un
espectáculo cruel, en el que se martiriza a un animal, que si le dejaran seguro
que preferiría estar en otro sitio. Sigo estando de acuerdo con el alcalde
Petro cuando retira la subvención pública a la fiesta, porque no veo ninguna
razón para que los dineros de los ciudadanos tengan que ir a parar a los
bolsillos de matadores, ganaderos, representantes o empresarios de la llamada
Fiesta Nacional, y me parece de perlas que el alto regidor no quiera presidir
las celebraciones de este año, igual que tampoco le culparía de negarse a ir a
la ópera si el espectáculo no fuera de su gusto. E igualmente, me tiene sin
cuidado si los toros constituyen una tradición entrañable, venerable,
respetable y profundamente artística, enraizada en la matriz de los pueblos
–solo algunos- de origen hispánico. El caracoleo, o como diga Antonio
Caballero, del hombre ante el animal jugándose la vida propia y garantizando
que el que no se vaya a escapar sea el astado, me tiene perfectamente sin
cuidado. Pero estoy frontalmente en contra de que se prohíban los toros, y casi
aún más de que se desvirtúen eliminando la última suerte.
Estoy en
contra porque me siento cada día más harto de que la bondad, sin costos, se
imponga en todas partes; de que todo el mundo, y señaladamente los poderes
públicos, te estén haciendo favores constantemente que uno no ha solicitado,
como prohibirnos fumar si hay seres humanos en las más lejanas proximidades,
aunque pueda darse el caso de que a los interesados no les importe; de que
vivamos rodeados de consejos, orales o por escrito, y últimamente por mail y
hasta por teléfono, cuyo objeto declarado es procurarnos una vida mejor. Las
bondades auténticas son siempre personales, nunca colectivas, porque el fin
básico de estas últimas es hacer sentir mejor al que así actúa. Y digo yo,
tanta bondad no puede ser buena para la salud.
Esas
expectoraciones de bondad deberían establecerse de acuerdo con una lista de
prioridades. Jamás le he hecho daño a sabiendas a un animal, con la previsible
excepción de moscas, chinches, mosquitos, e insectos varios, y no me opondría a
que por su bravura, trapío o lo que Antonio Caballero diga, se indultara a
todos los toros que aparecieran en los cosos colombianos; pero mucho antes de
preocuparme por el bienestar de los toros de lidia, están otras inquietudes,
quizá, incluso por los seres humanos. Se me dirá, sin duda, que una cosa no
quita la otra, pero sí que pasa, porque como ser tan bueno satisface un montón,
seguro que está justificando por ahí otras carencias de mayor gravedad.
Y, por
último, queda la funesta manía de prohibir. Lo que a mí me parece mal, se dicen
algunos, ha de parecérselo también a los demás, y como de esa manera se hacen
daño a sí mismos, vamos a impedirles que sigan haciéndoselo. Matar toros en una
plaza para deleite de unos millares de espectadores, con una piedra por corazón,
sé que está mal; pero hasta llegar a ese apartado tengo tantas otras cosas de
que ocuparme, que mucho antes de llegar a ellas, seguro que las corridas ya se habrán
extinguido, pero de muerte natural, por falta de público. Y entre tanto, practiquemos
el sagrado principio de prohibido prohibir.
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