domingo, 16 de septiembre de 2012

CÁDIZ 1812, A LOS 200 AÑOS

M. A. BASTENIER
 
El Espectador, 4 de marzo de 2012
 
El 19 de marzo de 1812, día de San José o de la ‘Pepa’, de hace 200 años, se promulgaba en el puerto andaluz de Cádiz la constitución así apodada, que muchos han considerado el acta fundacional de la moderna nacionalidad española, y de cuyo cumplimiento o incumplimiento se derivaron en buena medida las independencias de América Latina.

     Durante la mayor parte de esos dos primeros siglos de separación de las  nuevas naciones latinoamericanas de España, la vulgata histórica que se impuso fue la inexorabilidad de las independencias en seguimiento de la emancipación de los Estados Unidos; alimentadas con la munición ideológica de la Revolución Francesa; y apoyándose en el interés británico en fomentar la aparición del mayor número posible de Estados sucesores del imperio español. Divide ut regna.

     Las cosas se ven hoy, a ambos lados del Atlántico, de forma un tanto diferente. La espoleta del cambio fue la invasión napoleónica de España en 1808, y lo que en los anales patrios se conoce como la Guerra de Independencia. Sin ella no se habría producido una conmoción ni tan grande, ni tan súbita. Ante el vacío de poder creado en España por la abdicación de los Borbones, padre e hijo, lo que estalló en lo que hoy llamamos América Latina fue un anhelo de autogobierno, de autonomía, o, mejor, de igualdad en la gobernación y disfrute de los cargos representativos, con la metrópoli, mucho más que la eliminación de los vínculos con la monarquía. El episodio del florero de Llorente fue una anécdota que nadie recordaría si Cádiz 1812 hubiera hecho realidad sus mejores expectativas.

    Cuando desaparece el poder central o queda reducido a la isla del León, al amparo de los cañones de la flota británica, el poder de los virreinatos comienza a sufrir la competencia de nuevas instituciones provinciales o las diputaciones que surgen con la espontaneidad de la defensa de los derechos del monarca, Fernando VII, cautivo de Napoleón. En 1813, con las primeras reuniones de los diputados de Cádiz, entre los que 35 -una cuarta parte del total- eran americanos, hasta que al año siguiente Fernando VII restableció el absolutismo, y entre 1820 y 1823, durante el trienio liberal, la Constitución de 1812 intentó ser la carta de ambos lados del océano. Pero sus principios de igualdad –cierto que relativa- entre peninsulares y españoles americanos se quedaron siempre a  medio camino entre el sentimiento reaccionario de parte de las clases dominantes ‘latinoamericanas’, que no querían innovaciones que las dejaran a merced de las castas, o de los genuinamente ilustrados, tanto americanos como peninsulares, que pugnaban por un autogobierno real, aunque fuera todavía oligárquico. Si Fernando VII hubiera tenido otra formación, más moderna, a Simón Bolívar le habría sido muy difícil prevalecer, y, así, América Latina habría evolucionado hacia la independencia de forma muy distinta y no necesariamente sangrienta.
    Pero, una vez proclamadas las independencias, la Constitución de Cádiz, se convirtió en un documento interamericano y su huella aparece en la mayor parte de las cartas de las naciones recién establecidas, y cuando los constitucionalistas americanos tomaban como modelo a la Francia revolucionaria, se servían con frecuencia de la versión española de esos documentos, que para algo en España se habían molestado en traducir la modernidad. De todo ello se deduce, como han demostrado historiadores latinoamericanos y españoles en el camino trazado por el francés François Xavier Guerra, como es el caso de los ecuatorianos Jaime E. Rodríguez O, Cañizares Ezguerra, el cubano Rafael Rojas, o el colombiano Alfonso Múnera, entre otros, que las continuidades entre colonia e independencias fueron mucho más fuertes que la ruptura que podía parecer ineluctable en la furibunda diatriba anti-española en el ‘Facundo’ del argentino Sarmiento.

     Durante este año de 2012 en América Latina y en España se celebrarán actos de conmemoración de ese despertar democrático, sin duda ensangrentado, frustrante, insuficiente a ambos lados del Atlántico, pero que no por ello menos es el antecedente de los Estados de Derecho de que goza hoy la inmensa mayoría de los pueblos de habla española. En noviembre ese invento necesario que fueron las cumbre iberoamericanas celebrará en la capital gaditana –allí donde hablan tan parecido a como se hace en Cartagena- la que deberá ser cumbre de las cumbres, la mayor de esas reuniones entre parientes; porque, con todas las incomprensiones, agravios, y recelos que siempre surgen en las familias, las cumbres iberoamericanas, sin olvidar nunca a Brasil y Portugal, son las únicas concentraciones de este género entre europeos y extra-europeos, en las que un grado u otro de consanguineidad es indiscutible. Ni siquiera Evo Morales, tan reivindicativo de lo pre-colombino, y con todo el derecho a hacerlo, puede asegurar que no lleve la marca de lo hispánico.

    Ni es un timbre de gloria, ni tampoco un baldón. Es nuestra historia.

      

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