El Espectador, 4 de marzo de 2012
El 19 de
marzo de 1812, día de San José o de la ‘Pepa’, de hace 200 años, se promulgaba
en el puerto andaluz de Cádiz la constitución así apodada, que muchos han
considerado el acta fundacional de la moderna nacionalidad española, y de cuyo cumplimiento
o incumplimiento se derivaron en buena medida las independencias de América
Latina.
Durante la mayor parte de esos dos
primeros siglos de separación de las
nuevas naciones latinoamericanas de España, la vulgata histórica que se impuso
fue la inexorabilidad de las independencias en seguimiento de la emancipación
de los Estados Unidos; alimentadas con la munición ideológica de la Revolución
Francesa; y apoyándose en el interés británico en fomentar la aparición del
mayor número posible de Estados sucesores del imperio español. Divide ut regna.
Las cosas se ven hoy, a ambos lados del
Atlántico, de forma un tanto diferente. La espoleta del cambio fue la invasión
napoleónica de España en 1808, y lo que en los anales patrios se conoce como la
Guerra de Independencia. Sin ella no se habría producido una conmoción ni tan
grande, ni tan súbita. Ante el vacío de poder creado en España por la
abdicación de los Borbones, padre e hijo, lo que estalló en lo que hoy llamamos
América Latina fue un anhelo de autogobierno, de autonomía, o, mejor, de
igualdad en la gobernación y disfrute de los cargos representativos, con la
metrópoli, mucho más que la eliminación de los vínculos con la monarquía. El
episodio del florero de Llorente fue una anécdota que nadie recordaría si Cádiz
1812 hubiera hecho realidad sus mejores expectativas.
Cuando desaparece el poder central o queda
reducido a la isla del León, al amparo de los cañones de la flota británica, el
poder de los virreinatos comienza a sufrir la competencia de nuevas
instituciones provinciales o las diputaciones que surgen con la espontaneidad
de la defensa de los derechos del monarca, Fernando VII, cautivo de Napoleón.
En 1813, con las primeras reuniones de los diputados de Cádiz, entre los que 35
-una cuarta parte del total- eran americanos, hasta que al año siguiente
Fernando VII restableció el absolutismo, y entre 1820 y 1823, durante el trienio
liberal, la Constitución de 1812 intentó ser la carta de ambos lados del
océano. Pero sus principios de igualdad –cierto que relativa- entre peninsulares
y españoles americanos se quedaron siempre a
medio camino entre el sentimiento reaccionario de parte de las clases
dominantes ‘latinoamericanas’, que no querían innovaciones que las dejaran a
merced de las castas, o de los genuinamente ilustrados, tanto americanos como
peninsulares, que pugnaban por un autogobierno real, aunque fuera todavía
oligárquico. Si Fernando VII hubiera tenido otra formación, más moderna, a
Simón Bolívar le habría sido muy difícil prevalecer, y, así, América Latina
habría evolucionado hacia la independencia de forma muy distinta y no
necesariamente sangrienta.
Pero, una vez proclamadas las
independencias, la Constitución de Cádiz, se convirtió en un documento
interamericano y su huella aparece en la mayor parte de las cartas de las
naciones recién establecidas, y cuando los constitucionalistas americanos tomaban
como modelo a la Francia revolucionaria, se servían con frecuencia de la
versión española de esos documentos, que para algo en España se habían
molestado en traducir la modernidad. De todo ello se deduce, como han demostrado
historiadores latinoamericanos y españoles en el camino trazado por el francés
François Xavier Guerra, como es el caso de los ecuatorianos Jaime E. Rodríguez
O, Cañizares Ezguerra, el cubano Rafael Rojas, o el colombiano Alfonso Múnera,
entre otros, que las continuidades entre colonia e independencias fueron mucho
más fuertes que la ruptura que podía parecer ineluctable en la furibunda
diatriba anti-española en el ‘Facundo’ del argentino Sarmiento.
Durante este año de 2012 en América Latina
y en España se celebrarán actos de conmemoración de ese despertar democrático,
sin duda ensangrentado, frustrante, insuficiente a ambos lados del Atlántico,
pero que no por ello menos es el antecedente de los Estados de Derecho de que
goza hoy la inmensa mayoría de los pueblos de habla española. En noviembre ese
invento necesario que fueron las cumbre iberoamericanas celebrará en la capital
gaditana –allí donde hablan tan parecido a como se hace en Cartagena- la que
deberá ser cumbre de las cumbres, la mayor de esas reuniones entre parientes;
porque, con todas las incomprensiones, agravios, y recelos que siempre surgen
en las familias, las cumbres iberoamericanas, sin olvidar nunca a Brasil y
Portugal, son las únicas concentraciones de este género entre europeos y
extra-europeos, en las que un grado u otro de consanguineidad es indiscutible.
Ni siquiera Evo Morales, tan reivindicativo de lo pre-colombino, y con todo el derecho
a hacerlo, puede asegurar que no lleve la marca de lo hispánico.
Ni es un timbre de gloria, ni tampoco un
baldón. Es nuestra historia.
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