M. A.
BASTENIER
El Espectador, 3 de junio de 2012
El
historiador Carlos Malamud, latinoamericanólogo jefe del Real Instituto Elcano
de Madrid, le ha dado el título que encabeza estas líneas a un artículo publicado
en España sobre el duelo entre el presidente Santos y su antecesor, Álvaro
Uribe. Alude con ello a un extraordinario ‘western’ de los llamados
crepusculares, ‘Duelo en la Alta Sierra (‘Ride the High Country’, Sam
Peckinpah, 1962), que protagonizaban dos veteranas estrellas de la época,
Randolph Scott y Joel McCrea.
La similitud de situaciones es solo
relativa pero muy diciente. El primero era un antiguo servidor de la ley y su
compañero un comisario en ejercicio, ambos en la última recta de su carrera,
contratados para una postrera operación sumamente peligrosa. Scott se deja tentar
por una buena suma de dinero y traiciona a McCrea. Pero cuando el fiel
comisario va a una muerte segura reaparece su amigo y colega y ambos,
reconciliados, dan buen término a la misión, aunque no sin que uno de ellos
pague su abnegación con la vida. Los parecidos y la asignación de papeles quedan
a gusto del lector, pero como la historia entre el presidente y el expresidente
colombianos aún no ha tocado a su fin, nadie sabe si la lealtad acabará por
imponerse a la querencia de poder.
En España se sigue el enfrentamiento entre
los líderes de la derecha y el centro-derecha colombianos –asígnese aquí
también los papeles a gusto del consumidor- sin saber muy bien a qué carta
quedarse. La derecha española puede sentir la tentación uribista porque el
expresidente fue y sigue siendo muy querido en este país. Y, aunque la ascendencia
de ambos es indiscutiblemente española, factor este que juega un gran papel en
el afecto que la opinión del país ibérico pueda prodigar a las personalidades
latinoamericanas, Uribe sale ganando precisamente por lo que le falta y no lo
que le sobra. Aunque su inglés es bueno, su acento, castellanísimo, es el
propio de un señor del campo colombiano, en contraposición al que despliegan
los círculos más selectos de la sociedad bogotana. Y tener un acento demasiado
bueno en España, que no se luce demasiado con
los idiomas, puede ser hasta de mala educación. Ahí Santos queda, por
comparación, como más gringo, y eso se carga en contra del interesado.
¿Cómo se puede explicar a los españoles por
qué se pelean? ¿Qué fundamento hay para sostener que el jefe de la oposición a
Juan Manuel Santos es el propio Uribe? Eso ya lo dijo Ernesto Samper, y quien
esto firma así lo publicó en una columna a comienzos de 2011, poniéndolo en
boca del expresidente liberal. La opinión española sabe que Uribe clama
‘traición’, basándose en que el mandato de Santos se aleja de la pauta que él le
dejó encomendada, y que sostiene que lo eligieron para continuar su obra y no para
poner en práctica temerarias novedades como amigarse con el presidente
venezolano Hugo Chávez. A ello habría que sumar, siempre según la mesnada
uribista, la persecución judicial de sus íntimos colaboradores, la
despresurización de la lucha contra las FARC y, lo peor de lo peor, hacer la
paz y no la guerra con los narco-insurrectos.
Pero, en realidad, el que se sorprendiera en
España o en Colombia, de que Santos haya querido ser su propio presidente, andaba
mal de información, porque a nadie puede caberle en la cabeza que un gran señor
de Bogotá podía resignarse a ser la copia de un hacendado paisa, como tampoco
habría sido posible al contrario. Y si hay un matiz importante en las
diferencias entre ambos mandatos, de nuevo vistas las cosas desde el otro lado
del Atlántico, debería ser el mayor acento que Santos pone en la modernización
de Colombia, lo que incluye su posicionamiento en una especie de centro
diplomático de América Latina, amigo de todos, subordinado de ninguno, que en la
mera cuestión de orden público o doctrina de la seguridad democrática.
Las similitudes con la película de
Peckinpah solo pueden ser de libre interpretación de los interesados. Para el
‘santismo’ será perfectamente legítimo entender que la traición de donde viene es,
contrariamente, del uribismo, en la medida en que a los expresidentes la
lealtad institucional se les supone, y que, como decía Felipe González de los
jarrones chinos, tienen que hacer bonito allí donde los pongan. Cierto que no
es la primera vez que hay disensiones entre presidentes entrante y saliente,
como hubo entre López Pumarejo y otro Santos, Eduardo, pero jamás se había
alcanzado un nivel de irritación, favorecido por el cómodo invento del twitter,
como en la actualidad. Vistas las cosas en esta distancia y con diferencias tan
naturales se comprende mal la trifulca. Salvo por una cosa. La añoranza que
siente Álvaro Uribe de su presidencia. Y si hay que poner a los españoles en la
pista de lo que guarda el futuro habría que subrayar que la hora de la verdad está
por llegar con las elecciones legislativas en las que, si la amistad de los dos
protagonistas del ‘western’ presidencial no lo remedia, se sabrá quien tiene a una
mayoría de colombianos tras de sí.
La preferencia española se tendrá que
debatir dolorosamente entonces entre aquel al que se quiso tanto, el
expresidente Uribe, y el que hoy ocupa el cargo, a quien se quiere más cada
día, sobre todo si acude a la próxima cumbre iberoamericana de Cádiz para
conmemorar los 200 años de la Constitución de 1812: Juan Manuel Santos, presidente
colombiano en ejercicio.
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